¿En
qué clase viaja? Usted está en un viaje del tiempo a la eternidad, y es posible
que ya esté cerca de la Gran Estación Terminal. PermÃtame, entonces, que le
dirija esta pregunta:
“¿En
qué clase viaja?” No hay más que tres clases, y son:
La primera clase, son los que son salvos y lo
saben.
La segunda clase, son los que no están seguros
de la salvación, pero que desean estar.
La
tercera clase, son los que no son salvos, sino que además se mantienen
indiferentes a ello.
Hace poco viajaba por tren y vi a un hombre
que venÃa a toda prisa, y haciendo un gran esfuerzo, apenas si tuvo tiempo de
saltar al vagón cuando el tren ya estaba arrancando. “Se le ve muy cansado”, le
dijo uno de los pasajeros. “SÔ, contestó, respirando pesada y
entrecortadamente después de cada dos o tres palabras, “pero he ganado cuatro
horas, y esto bien valÃa la pena”. ¡HabÃa ganado cuatro horas! CreÃa que cuatro
horas valÃan la pena el esfuerzo efectuado. ¿Y qué diremos de la eternidad? Hay
en la actualidad miles de personas sagaces y previsoras en todo lo que se
refiere a sus intereses en este mundo, pero que parecen totalmente ciegas en lo
que respecta a sus intereses eternos. A pesar del amor infinito de Dios, a
pesar de la reconocida brevedad de la vida del hombre, a pesar de los terrores
del juicio después de la muerte y de la real posibilidad de despertar al final
en el infierno, y de aquella gran “sima” que separa a los salvos de los
perdidos, las personas siguen su loca carrera hacia un trágico final, como si
no hubiera Dios, ni muerte, ni juicio, ni cielo, ni infierno. Lo crea o no, su
situación es tremendamente cólica. No deje pasar para otro dÃa el pensamiento
de la eternidad. La dilación no es solamente una ladrona, sino una asesina. Hay
mucha verdad en el viejo refrán que dice: “El camino de más tarde lleva a la
ciudad de nunca”. Le ruego, pues, que no camine ya más por este camino. “Hoy es
el dÃa de la salvación”. Acaso alguno dirá: “Pero yo no me siento indiferente al
bien de mi alma. Mi problema es la incertidumbre. Me encuentro entre los
pasajeros de la segunda clase”. El caso es que tanto la indiferencia como la
incertidumbre provienen de una misma cosa: la incredulidad. Lo primero proviene
de la incredulidad en el pecado y la ruina del hombre; lo segundo, de la
incredulidad en cuanto al remedio soberano que Dios ha dispuesto para el
hombre. Es especialmente para las almas que desean estar seguras de su
salvación que se han escrito estas páginas. Puedo comprender en gran medida la
profunda ansiedad de su alma; y estoy seguro de que cuanto más interesado esté
acerca de este tema de tan trascendental importancia, tanto mayor será su
ansiedad hasta que esté seguro de que es verdaderamente salvo. “Porque ¿qué
aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Marcos
8:36). supongamos que el único hijo de un amante padre está navegando. Llegan
noticias de que su barco ha naufragado en una costa lejana. ¿Quién podrá
describir la angustia del corazón de aquel padre hasta que, por medio de una
autoridad digna de confianza, le llega la información de que su hijo está sano
y salvo? O supongamos que usted está lejos de su casa. La noche es oscura y
frÃa e ignora por dónde camina. Llega a un sitio en el que el camino que sigue
se divide en dos ramales, y le pregunta a un transeúnte cuál de aquellos dos
lleva a la ciudad a la que desea llegar. Él le dice: “Mire, me parece que es
éste, y espero que tomándolo llegue a la población a dónde quiere llegar”. ¿Le
satisfará esta respuesta? Seguro que no. Tiene que estar seguro acerca de ello,
o cada paso que tome hará que aumente su ansiedad. ¡No es para sorprenderse,
entonces, que en ocasiones las personas lleguen a no poder ni comer ni dormir
cuando la seguridad eterna de sus almas está sin resolver! Perder los bienes es
triste, Perder la salud, aún más, ¡Perder el alma es pérdida tal, que no se
recobra jamás! Le quiero exponer con claridad:
camino de la salvacion
“Daba
voces, diciendo: Estos hombres son siervos del Dios AltÃsimo, quienes os
anuncian el camino de salvación”, (Hechos 16:17) • El conocimiento de la
salvación “Irás delante de la presencia del Señor ... para dar conocimiento de
salvación a su pueblo”. (Lucas 1:77) • El gozo de la salvación “Vuélveme el gozo
de tu salvación, y espÃritu noble me sustente”. (Salmo 51:12). Aunque
estrechamente relacionados entre sÃ, cada uno de los puntos anteriores se
mantiene sobre una base distinta, de forma que es posible que una persona
conozca el camino de la salvación sin tener el conocimiento cierto de que ella
misma es salva, o saber que es salva sin poseer siempre el gozo que debiera
acompañar a este conocimiento. El camino de la salvación Abramos nuestra Biblia
en el libro de Éxodo 13:13. Allà leemos estas palabras, pronunciadas por
Jehová: “Todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo
redimieres, quebrarás su cerviz. También redimirás al primogénito de tus
hijos”. Imaginemos ahora una escena ocurrida hace tres mil años. Se trata de
dos hombres, un sacerdote de Dios y un israelita pobre. Están absortos en una
seria conversación sobre un asno recién nacido que está junto a ellos. “He
venido a preguntar”, dice el israelita, “si no se podrÃa hacer una excepción
compasiva en favor de mÃ, por esta sola vez. Este pobre animal es el
primogénito de una asna que tengo; y aunque sé perfectamente bien qué es lo que
dice la ley de Dios acerca de esto, espero que se le perdone la vida. Soy muy
pobre y no puedo permitirme perder este animal”. El sacerdote responde con firmeza:
“Pero la ley de Dios es clara, y no admite dudas: 'Todo primogénito de asno
redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz.' ¿Dónde
está el cordero?”. “Ah, señor, ¡no tengo ningún cordero!”. “Entonces, vé,
compra uno y vuelve, o de lo contrario se tendrá que quebrar la cerviz del
asno. O muere el borriquillo, o muere el cordero en su lugar”. “¡Ay de mÃ!”,
contesta el israelita, “entonces todas mis esperanzas se desvanecen, porque soy
demasiado pobre para comprar un cordero”. Pero en ese momento se une a ellos
una tercera persona. Después de oÃr el triste relato del pobre hombre, se
dirige a él y le dice bondadosamente: “No te desalientes. Yo puedo ayudarte en
este apuro en que estás”. Después de ello, el mismo hombre prosigue: “Tengo en
casa, en este monte cercano, un cordero, criado en nuestro mismo hogar, que no
tiene mancha ni defecto alguno; nunca se ha descarriado y es muy querido de
todos los de casa. Voy por él”. Al poco tiempo regresa, trayendo al cordero que
es dejado junto al asno. Después, el cordero es atado al altar, su sangre es
derramada y el fuego consume el sacrificio. El justo sacerdote se vuelve ahora
al pobre hombre, y le dice: “Llévate el asno a tu casa, pues ya no se podrá
quebrar su cerviz. El cordero ha muerto en su lugar y, en consecuencia, el asno
queda libre, gracias a tu amigo”. ¿Puede ver aquà la imagen que Dios nos da de
la salvación del pecador? Sus demandas en cuanto a su pecado exigÃan “quebrar
la cerviz”, un juicio justo sobre usted como culpable, siendo la única
alternativa que se interpusiera la muerte de un sustituto divinamente señalado.
Usted no podrÃa hallar la provisión necesaria para resolver su caso; pero, en
la persona de su amado Hijo, Dios mismo ha provisto el Cordero. “He aquà el
Cordero de Dios”, dijo el Bautista a sus discÃpulos, al fijar su mirada sobre
el Santo y Bendito. “He aquà el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”
(Juan 1:29). SÃ, Cristo fue al Calvario “como cordero llevado al matadero”, y
allà “padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para
llevamos a Dios” (1 Pedro 3:18). Él “fue entregado por nuestras transgresiones,
y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). Dios no disminuye sus
justas y santas demandas en contra del pecado cuando justifica al pecador impÃo
que cree en Jesús (Romanos 3:26). ¡Bendito sea Dios por tal Salvador y su
salvación! ¿Cree en el Hijo de Dios? “Bueno”, contesta, “Como pecador digno de
ser castigado, he hallado en Él a uno en quien puedo confiar totalmente. SÃ
creo en Él”. Entonces Él hace que el valor pleno de su sacrificio y muerte, tal
como Dios lo valora, sea tan eficaz como si lo hubiera cumplido usted mismo.
¡Qué maravilloso camino de salvación! ¿No es digno del mismo Dios satisfacer su
propio corazón de amor, dar gloria a su amado Hijo y asegurar la salvación del
pecador? ¡Qué gracia y gloria! ¡Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que asà dispuso que su propio Hijo amado hiciera toda la obra y
recibiese por ella toda la alabanza, y que usted y yo, pobres criaturas
culpables, no sólo alcanzásemos toda bendición por creer en Él, sino que además
llegásemos a gozar eternamente de la gloriosa compañÃa del Señor para siempre!
“Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre” (Salmo 34:3). Pero
es posible que pregunte ansiosamente: “¿Cómo es que siendo que no confÃo ni en
mà mismo ni en mis propias obras, y descanso totalmente sobre Cristo y sobre su
obra, no poseo la certeza absoluta de mi salvación? ¿Cómo es que si bien un dÃa
los sentimientos de mi corazón me aseguran que soy salvo, casi siempre al dÃa
siguiente me veo asaltado por las dudas, como un buque combatido por el oleaje
y sin anclaje alguno?”. ¡Ah!, aquà está su equivocación. ¿Ha visto alguna vez a
algún marino tratando de asegurar la nave con arrojar el ancla dentro del mismo
barco? No, nunca, siempre la arroja en el mar. Puede que tenga muy en claro que
sólo la muerte de Cristo le da la salvación; pero cree que son sus sentimientos
los que le dan la certeza.
El conocimiento de la
salvación
PermÃtame que cite un versÃculo en la forma
equivocada que la imaginación del hombre a menudo lo expresa: “Estos felices
sentimientos os he dado a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para
que sepáis que tenéis vida eterna”. Ahora abra su Biblia y compare la anterior
cita falsa con la Palabra bendita e inmutable de Dios. Este versÃculo que acabo
de citar torcidamente, 1 Juan 5:13, dice en realidad asÃ: “Estas cosas os he
escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis
que tenéis vida eterna”. ¿Cómo podÃan saber con seguridad los primogénitos de
los miles en Israel que estaban a salvo aquella noche de la Pascua y del Juicio
sobre Egipto? (Ver Éxodo 12). Visitemos dos de sus casas y oigamos lo que allà se
dice. Penetramos en una, y encontramos a sus moradores lÃvidos, temblando de
miedo y llenos de dudas. ¿Cuál es el secreto de tanta palidez y angustia? El
primogénito nos informa que el ángel exterminador va pasando por toda la tierra
de Egipto, y que no está muy seguro de cómo le vaya a ir a él en esta terrible
noche. “Cuando el ángel exterminador haya pasado de largo de nuestra casa”,
dice él, “y haya pasado esta noche de juicio, sabré entonces que estoy a salvo;
pero entretanto no puedo saber cómo voy a tener una certidumbre perfecta. Los
vecinos de al lado están muy seguros de la salvación, pero a nosotros nos
parece que es algo muy presuntuoso. Todo lo que puedo hacer es pasar esta larga
y triste noche con la esperanza de que suceda lo mejor”. “Pero”, decimos
nosotros, “¿acaso no ha provisto el Dios de Israel un medio para dar seguridad
a su pueblo?”. “Ciertamente”, contesta, “y ya hemos puesto en práctica este
camino de salvación. La sangre de un cordero de un año, sin mancha ni defecto
alguno, ha sido debidamente rociada con un manojo de hisopo sobre el dintel y
los dos postes de la puerta de nuestra casa; pero, con todo esto, no estamos
seguros de salir bien de esta situación”. Dejemos ahora a estas gentes
angustiadas por la duda, y pasemos a la casa vecina. ¡Qué contraste tan marcado
se advierte en ella! Resplandece la tranquilidad en cada rostro. Ahà están, a
punto de marcha con sus vestidos ceñidos a la cintura, con el bastón en la
mano, comiendo de pie el cordero asado. “¿Cuál puede ser el significado de
tanta calma en una noche tan terrible como ésta?”, preguntamos. “¡Ah!, estamos
aquà esperando la orden de marcha de parte de Jehová. ¡Entonces le daremos
nuestro último adiós al cruel látigo del capataz y a la dura esclavitud de
Egipto!”. “Pero, ¿olvidáis que ésta es la noche del juicio de Egipto?”. “No;
pero nuestro primogénito está a salvo. La sangre ha sido rociada según la
instrucción dada por nuestro Dios”. “También lo ha sido en la casa vecina”,
contestamos nosotros, “pero están todos angustiados porque tienen dudas acerca
de su seguridad”. “Pero es que”, dice ahora el primogénito con firmeza, “además
de la sangre rociada tenemos la fiel e inerrante Palabra de Dios acerca de
esto. Dios ha dicho: 'Veré la sangre y pasaré de vosotros'. Dios queda
satisfecho con la sangre que está allà afuera, y nosotros confiamos en su
Palabra”. · La
sangre rociada nos da salvación. · La
Palabra hablada nos da certeza. ¿Hay algo que pueda damos más seguridad que la
sangre rociada, o más certeza que su Palabra hablada? No, nada en absoluto.
Ahora bien, ¿cuál de estas dos casas estaba más a salvo? ¿Dirá que la segunda,
porque todos gozaban de tanta paz? Si dice esto, está en un error. Ambas casas
estaban igualmente a salvo. La salvación de ellas depende del valor que Dios le
da a la sangre rociada afuera, y no al estado de sus sentimientos adentro. Asà que,
si quiere estar seguro de su salvación, no de oÃdos al inestable testimonio de
las emociones internas, sino al testimonio infalible de la Palabra de Dios. “De
cierto, de cierto os digo: El que cree en mÃ, tiene vida eterna” (Juan 6:47).
Cierto granjero, que no tenÃa suficientes pastos para su ganado, decide
arrendar un campo vecino a su casa. Durante cierto tiempo no recibe contestación
del propietario. Un dÃa le visita un vecino, y trata de alentarle diciendo:
“Estoy seguro de que conseguirá este campo. “¡Claro que no!”, exclama usted.
“Pero, ¿por qué no?”, respondo. “¡Bueno, lo conozco demasiado bien!” “Pero
dÃgame por qué sabe que no le cree. ¿Está mirando a su fe o a sus
sentimientos?”. “No”, me contesta. “Pienso en quién es el que me trae el
mensaje”. En este momento entra un vecino y le dice: “El jefe de estación ha
sido arrollado por un tren de carga esta noche, y ha muerto. Cuando el hombre
se retira, usted dice con prudencia: “Bueno, ahora ya casi lo creo; porque, por
lo que recuerdo, este hombre sólo me ha mentido una vez en su vida, aunque lo
conozco desde que éramos péquenlos”. Otra vez le pregunto: “¿Está mirando a su
fe esta vez que sabe que casi lo cree?” “No”, insiste usted. “Estoy pensando en
el carácter de mi informante. Bueno, apenas ha salido este hombre entra una
tercera persona, y le trae las mismas tristes noticias que los otros dos. Pero
esta vez usted dice: “Ahora, Juan, lo creo. Si me lo dices tú, lo puedo creer”.
Otra vez insisto en mi pregunta (que es un eco de la suya): “¿Cómo sabe que
cree tan confiadamente en su amigo Juan?”. “Debido a quién es Juan. Nunca me ha
engañado, y creo que no lo harÃa”. De la misma manera sé que creo en el
evangelio debido a Aquel que me trae las nuevas. “Si recibimos el testimonio de
los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque éste es el testimonio con
que Dios ha testificado acerca de su Hijo ... el que no cree a Dios, le ha
hecho mentiroso, porque no ha creÃdo en el testimonio que Dios ha dado acerca
de su Hijo” (1 Juan 5:9,10). “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por
justicia” (Romanos 4:3). Una persona ansiosa le dijo una vez a un predicador:
“Oh, señor, ¡no puedo creer! El predicador le replicó tranquila y sabiamente:
“¿A quién no puede creer?”. Esto sirvió para abrirle los ojos. Esta persona
habÃa estado mirando a su fe como un algo indescriptible que tenÃa que sentir
dentro de sà misma a fin de poder estar segura de que estaba lista para ir el
cielo; en tanto que la fe siempre se proyecta afuera de uno mismo hacia una
Persona viviente y su obra consumada, y escucha con tranquilidad el testimonio
de un Dios fiel acerca de ambas. Es el mirar hacia afuera lo que trae la paz
adentro. Cuando un hombre dirige su rostro hacia el sol, su propia sombra queda
detrás. No puede mirarse a sà mismo y al Cristo glorificado en el cielo al
mismo tiempo. Hemos visto, entonces, que podemos tener confianza en el Hijo de
Dios. Su obra, terminada ya, nos ofrece seguridad eterna. La Palabra de Dios
nos da a los creyentes una certeza inalterable. Hallamos en Cristo y en su obra
consumada el camino de la salvación, y en la Palabra de Dios el conocimiento de
la salvación.
El gozo de la salvación
Pero
si usted es salvo, es posible que diga: “¿Cómo es que mi experiencia es tan
oscilante, que con mucha frecuencia pierdo todo mi gozo y consolación, llegando
a sentirme tan miserable y deprimido como lo estaba antes de mi conversión?”
Usted descubrirá en la enseñanza de las Escrituras que la Palabra de Dios le
asegura que es salvo por la obra de Cristo. Por esta razón, tiene el gozo y la
satisfacción espirituales por medio del EspÃritu Santo que mora en su vida.
Debe tener presente que toda persona salva tiene aún consigo “la carne”, esto
es, la naturaleza pecaminosa con la que nació como hombre natural, y que quizá
ya se evidenció desde su más tierna infancia. El EspÃritu Santo en el creyente
resiste a la carne, y es entristecido por cualquier manifestación de la misma,
ya sea de pensamiento, palabra u obra. Cuando el creyente está caminando como
es digno del Señor, el EspÃritu Santo produce su fruto en el alma, que es amor,
gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, mansedumbre, templanza (Gálatas 5:22).
Cuando el creyente camina de una manera camal o mundana, el EspÃritu se
entristece y el fruto está ausente en mayor o menor medida. Para usted que cree
en el Hijo de Dios: · La
obra de Cristo y su salvación van juntas · Su
andar y su gozo van juntos Su gozo espiritual será el resultado de su
comportamiento como cristiano. Cuando su manera de andar se derrumbe (y tenga
mucho cuidado, porque esto es posible), su gozo se derrumbará con ella. Acerca
de los primeros discÃpulos se dice que caminaban “en el temor del Señor, y se
acrecentaban fortalecidos por el EspÃritu Santo” (Hechos 9:31) y otra vez en el
13:52 leemos: “Los discÃpulos estaban llenos de gozo y del EspÃritu Santo”. ¿Ve
ahora su error? HabÃa estado mezclando su gozo con su certidumbre, dos cosas muy
distintas. Cuando, debido a su egoÃsmo, o a su espÃritu mundano, o a su
propensión a dejarse llevar por la ira, entristeció al EspÃritu Santo y perdió
el gozo, llegó a pensar que la salvación no era segura. Pero: · Su salvación depende de la
obra que Cristo ha consumado. · Su
certidumbre descansa en lo que la Palabra de Dios dice. · Su gozo depende de que no
entristezca al EspÃritu Santo que mora en usted. Cuando, como hijo de Dios,
haya hecho algo que entristezca al EspÃritu Santo, su comunión con el Padre y
con el Hijo quedará interrumpida. Supongamos que su hijo haya cometido un acto
de desobediencia. Su semblante pone de manifiesto que ha hecho algo que no
debÃa. Media hora antes, estaba disfrutando paseando con usted por el jardÃn,
admirando lo que usted admiraba, alegrándose con lo que le alegra a usted. En
otras palabras, ambos gozaban de comunión; sus sentimientos y sus gustos eran
comunes a los suyos. Pero ahora todo esto ha cambiado, y como hijo desobediente
está de pie en un rincón; es la viva imagen de la infelicidad. Le ha asegurado
su perdón en cuanto confiese su falta, pero su orgullo y terquedad le impiden
hacerlo. El gozo y la alegrÃa de hace media hora se han desvanecido. ¿Por qué?
Porque la comunión entre ustedes dos ha quedado interrumpida. ¿Y qué diremos
del parentesco que existÃa hace media hora entre usted y su hijo? ¿Ha
desaparecido también? ¡Claro que no! · El
parentesco de su hijo con usted depende de su nacimiento. · Su comunión con usted depende
de su comportamiento. Pero finalmente él sale de su rincón con su terquedad
quebrantada y con un corazón contrito, confesando su falta. Entonces usted lo
toma en sus brazos y le cubre de besos. Su gozo es restaurado debido a que la
comunión ha sido restaurada. Supongamos que mientras su hijo está en su rincón
sin dar muestras de querer reconocer su culpa, en su casa se oye el grito de
¡fuego! ¿Qué sucederá con su hijo? ¿Va a dejarlo allà para que sea pasto de las
llamas y para que quede sepultado entre los escombros? ¡Imposible! Es más que probable
que él fuera la primera persona a la que sacarÃa para ponerlo a salvo. ¡Ah, sÃ,
el amor del parentesco es una cosa, y el gozo de la comunión es otra muy
distinta! Cuando David pecó tan gravemente con la mujer de Unas, no dijo:
“Vuélveme tu salvación”, sino: “Vuélveme el gozo de tu salvación” (Salmo
51:12). Cuando el creyente peca, la comunión queda cortada temporalmente y el
gozo interrumpido, hasta que se presenta ante el Padre confesando sus pecados.
Entonces, confiando en la Palabra de Dios, sabe que es perdonado, porque su
Palabra afirma con toda claridad que “si confesamos nuestros pecados, él es
fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiamos de toda maldad” (1
Juan 1:9). Tenga siempre presente estas dos cosas: No hay nada tan fuerte como
el parentesco, y nada tan frágil como el lazo de la comunión. Todo el poder y
el consejo de la tierra y del infierno combinados nunca podrán quebrantar el
parentesco, en tanto que un motivo impuro o una palabra frÃvola quebrantarán la
comunión. Si se siente entristecido, humÃllese ante Dios y considere sus
caminos. Y cuando haya detectado al ladrón que le ha robado su gozo, arrástrelo
en el acto a la luz, confiese su pecado a Dios, y júzguese a sà mismo sin la
menor reserva por el estado descuidado de su alma que ha permitido que el
enemigo se introdujera. Pero nunca, nunca, confunda su salvación con el gozo de
la misma. Sin embargo, no crea que el juicio de Dios caerá un poco más leve
sobre el pecado del creyente que sobre el del incrédulo. Él no tiene dos
maneras de tratar el pecado, y no puede pasar por alto los pecados del creyente
como tampoco pasa por alto los pecados del incrédulo. Pero entre ambos casos
hay una gran diferencia. Dios conoce nuestros pecados y todos ellos fueron
cargados sobre Cristo cuando sufrió en la cruz del Calvario. AllÃ, una vez por
todas, se resolvió la gran cuestión de la culpa criminal del pecado del
creyente, cayendo el juicio sobre el bendito Sustituto “quién llevó él mismo
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). El que rechace a
Cristo tendrá que llevar sus propios pecados sobre su persona en el lago de
fuego para siempre jamás. Pero cuando el creyente cae en un pecado, ya no se
puede suscitar más la cuestión de “culpa criminal” del pecado contra Él, siendo
que el mismo Juez ha resuelto ya la cuestión de una vez por todas en las cruz.
Pero en su alma se suscita la cuestión de la comunión cada vez que entristece
al EspÃritu Santo. Valgámonos de otra ilustración. Es una noche esplendorosa de
luna llena, que resplandece con una intensidad desacostumbrada. Dos hombres
están mirando atentamente a una laguna en cuyas tranquilas aguas se refleja la
luna con toda serenidad. Uno de ellos le dice al otro: “¡Qué brillante y
redonda está la luna esta noche! ¡De qué manera tan silenciosa y majestuosa
sigue su curso!” Apenas acaba de pronunciar estas palabras y su amigo arroja
una piedra a las aguas, y el primero exclama: “¡Oh! ¿Qué ha sucedido? ¡La luna
se ha hecho pedazos, y sus fragmentos chocan unos con otros en la mayor de las
confusiones!”. “¡Qué absurdo!”, contesta el que arrojó la piedra. “¡MÃrala allÃ
arriba! La luna no ha sufrido cambio alguno. Sólo fue el movimiento de las
aguas lo que ha hecho que su imagen reflejada haya quedado perturbada”. Su
corazón es como esta laguna. Cuando no se permite la entrada al mal, el
EspÃritu de Dios toma las glorias y las riquezas de Cristo y las revela para su
consuelo y gozo. Pero en el momento en que usted guarda un mal motivo o
pensamiento en su corazón, o que se escapa una palabra vana de sus labios, y no
se arrepiente, el EspÃritu de Dios empieza a remover las aguas. Sus felices
experiencias quedan destruidas; se siente perturbado y acongojado interiormente
hasta que, contrito de espÃritu se presenta ante Dios para confesar su pecado
(lo que perturba), y asà queda restaurado una vez más al gozo quieto y dulce de
la comunión. Pero cuando su corazón está perturbado, ¿es porque la obra de
Cristo ha cambiado? No, su salvación no ha sido alterada. ¿Ha cambiado la
Palabra de Dios? Ciertamente, no. Entonces la certeza de su salvación tampoco
ha sido alterada. ¿Qué es entonces lo que ha cambiado? La acción del EspÃritu
Santo en usted, que en vez de tomar de las glorias de Cristo y llenar su
corazón con el sentimiento de su dignidad, se entristece ante la necesidad de
llenarlo a usted con el sentimiento de su propio pecado e indignidad. Él le
quita el consuelo y el gozo hasta que juzgue y resista aquello que Él juzga y
resiste. Cuando esto ha sido hecho, vuelve a quedar restaurada la comunión con
Dios. El Señor nos va asà volviendo más y más celosos de nosotros mismos, para
que no tengamos ocasión de contristar “al EspÃritu Santo, con el cual fuisteis
sellados para el dÃa de la redención” (Efesios 4:30). Por débil que sea su fe,
tenga la seguridad de esto, que la bendita Persona que ha ganado su confianza
jamás cambiará. “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos
13:8). La obra que Él ha consumado es inmutable. “Todo lo que Dios hace será
perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá” (Eclesiastés
3:14). La Palabra que ha hablado jamás cambiará. “La hierba se seca, y la flor
se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:24,25).
AsÃ, el objeto de mi fe, el fundamento de mi salvación, y la base de mi
certeza, son por igual eternamente inmutables. Escribió Horacio Bonar: El amor
que por Él siento es inestable y mi gozo mengua o crece sin cesar; mas la paz
que tengo en Dios es inmutable, la Palabra de mi Dios no ha de cambiar. yo
varÃo; pero Él nunca ha variado, y jamás el Salvador podrá morir; en Jesús, y
no en mà mismo, estoy fiado; su bondad es la que me ha de bendecir. PermÃtame
que le pregunte una vez más: “¿En qué clase viaja?”. Vuélvase a Dios de todo
corazón y contéstele esta pregunta. “El que recibe su testimonio, éste
atestigua que Dios es veraz” (Juan 3:33). ¡Ojalá que la gozosa certeza de
poseer esta gran salvación llegue a ser suya, querido amigo, ahora y hasta que
el Señor Jesús venga!
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