el conocimiento de la salvacion

Permítame que cite un versículo en la forma equivocada que la imaginación del hombre a menudo lo expresa: “Estos felices sentimientos os he dado a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna”. Ahora abra su Biblia y compare la anterior cita falsa con la Palabra bendita e inmutable de Dios. Este versículo que acabo de citar torcidamente, 1 Juan 5:13, dice en realidad así: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna”. ¿Cómo podían saber con seguridad los primogénitos de los miles en Israel que estaban a salvo aquella noche de la Pascua y del Juicio sobre Egipto? (Ver Éxodo 12). Visitemos dos de sus casas y oigamos lo que allí se dice. Penetramos en una, y encontramos a sus moradores lívidos, temblando de miedo y llenos de dudas. ¿Cuál es el secreto de tanta palidez y angustia? El primogénito nos informa que el ángel exterminador va pasando por toda la tierra de Egipto, y que no está muy seguro de cómo le vaya a ir a él en esta terrible noche. “Cuando el ángel exterminador haya pasado de largo de nuestra casa”, dice él, “y haya pasado esta noche de juicio, sabré entonces que estoy a salvo; pero entretanto no puedo saber cómo voy a tener una certidumbre perfecta. Los vecinos de al lado están muy seguros de la salvación, pero a nosotros nos parece que es algo muy presuntuoso. Todo lo que puedo hacer es pasar esta larga y triste noche con la esperanza de que suceda lo mejor”. “Pero”, decimos nosotros, “¿acaso no ha provisto el Dios de Israel un medio para dar seguridad a su pueblo?”. “Ciertamente”, contesta, “y ya hemos puesto en práctica este camino de salvación. La sangre de un cordero de un año, sin mancha ni defecto alguno, ha sido debidamente rociada con un manojo de hisopo sobre el dintel y los dos postes de la puerta de nuestra casa; pero, con todo esto, no estamos seguros de salir bien de esta situación”. Dejemos ahora a estas gentes angustiadas por la duda, y pasemos a la casa vecina. ¡Qué contraste tan marcado se advierte en ella! Resplandece la tranquilidad en cada rostro. Ahí están, a punto de marcha con sus vestidos ceñidos a la cintura, con el bastón en la mano, comiendo de pie el cordero asado. “¿Cuál puede ser el significado de tanta calma en una noche tan terrible como ésta?”, preguntamos. “¡Ah!, estamos aquí esperando la orden de marcha de parte de Jehová. ¡Entonces le daremos nuestro último adiós al cruel látigo del capataz y a la dura esclavitud de Egipto!”. “Pero, ¿olvidáis que ésta es la noche del juicio de Egipto?”. “No; pero nuestro primogénito está a salvo. La sangre ha sido rociada según la instrucción dada por nuestro Dios”. “También lo ha sido en la casa vecina”, contestamos nosotros, “pero están todos angustiados porque tienen dudas acerca de su seguridad”. “Pero es que”, dice ahora el primogénito con firmeza, “además de la sangre rociada tenemos la fiel e inerrante Palabra de Dios acerca de esto. Dios ha dicho: 'Veré la sangre y pasaré de vosotros'. Dios queda satisfecho con la sangre que está allí afuera, y nosotros confiamos en su Palabra”.  La sangre rociada nos da salvación.  La Palabra hablada nos da certeza. ¿Hay algo que pueda damos más seguridad que la sangre rociada, o más certeza que su Palabra hablada? No, nada en absoluto. Ahora bien, ¿cuál de estas dos casas estaba más a salvo? ¿Dirá que la segunda, porque todos gozaban de tanta paz? Si dice esto, está en un error. Ambas casas estaban igualmente a salvo. La salvación de ellas depende del valor que Dios le da a la sangre rociada afuera, y no al estado de sus sentimientos adentro. Así que si quiere estar seguro de su salvación, no de oídos al inestable testimonio de las emociones internas, sino al testimonio infalible de la Palabra de Dios. “De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47). Cierto granjero, que no tenía suficientes pastos para su ganado, decide arrendar un campo vecino a su casa. Durante cierto tiempo no recibe contestación del propietario. Un día le visita un vecino, y trata de alentarle diciendo: “Estoy seguro de que conseguirá este campo. “¡Claro que no!”, exclama usted. “Pero, ¿por qué no?”, respondo. “¡Bueno, lo conozco demasiado bien!” “Pero dígame por qué sabe que no le cree. ¿Está mirando a su fe o a sus sentimientos?”. “No”, me contesta. “Pienso en quién es el que me trae el mensaje”. En este momento entra un vecino y le dice: “El jefe de estación ha sido arrollado por un tren de carga esta noche, y ha muerto. Cuando el hombre se retira, usted dice con prudencia: “Bueno, ahora ya casi lo creo; porque, por lo que recuerdo, este hombre sólo me ha mentido una vez en su vida, aunque lo conozco desde que éramos péquenlos”. Otra vez le pregunto: “¿Está mirando a su fe esta vez que sabe que casi lo cree?” “No”, insiste usted. “Estoy pensando en el carácter de mi informante. Bueno, apenas ha salido este hombre entra una tercera persona, y le trae las mismas tristes noticias que los otros dos. Pero esta vez usted dice: “Ahora, Juan, lo creo. Si me lo dices tú, lo puedo creer”. Otra vez insisto en mi pregunta (que es un eco de la suya): “¿Cómo sabe que cree tan confiadamente en su amigo Juan?”. “Debido a quién es Juan. Nunca me ha engañado, y creo que no lo haría”. De la misma manera sé que creo en el evangelio debido a Aquel que me trae las nuevas. “Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque éste es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo ... el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo” (1 Juan 5:9,10). “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Romanos 4:3). Una persona ansiosa le dijo una vez a un predicador: “Oh, señor, ¡no puedo creer! El predicador le replicó tranquila y sabiamente: “¿A quién no puede creer?”. Esto sirvió para abrirle los ojos. Esta persona había estado mirando a su fe como un algo indescriptible que tenía que sentir dentro de sí misma a fin de poder estar segura de que estaba lista para ir el cielo; en tanto que la fe siempre se proyecta afuera de uno mismo hacia una Persona viviente y su obra consumada, y escucha con tranquilidad el testimonio de un Dios fiel acerca de ambas. Es el mirar hacia afuera lo que trae la paz adentro. Cuando un hombre dirige su rostro hacia el sol, su propia sombra queda detrás. No puede mirarse a sí mismo y al Cristo glorificado en el cielo al mismo tiempo. Hemos visto, entonces, que podemos tener confianza en el Hijo de Dios. Su obra, terminada ya, nos ofrece seguridad eterna. La Palabra de Dios nos da a los creyentes una certeza inalterable. Hallamos en Cristo y en su obra consumada el camino de la salvación, y en la Palabra de Dios el conocimiento de la salvación

Publicar un comentario

Please Select Embedded Mode To Show The Comment System.*

Artículo Anterior Artículo Siguiente