Abramos nuestra Biblia en el libro de Éxodo 13:13. Allà leemos estas
palabras, pronunciadas por Jehová: “Todo primogénito de asno
redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz.
También redimirás al primogénito de tus hijos”.
Imaginemos ahora una escena ocurrida hace tres mil años. Se trata
de dos hombres, un sacerdote de Dios y un israelita pobre. Están
absortos en una seria conversación sobre un asno recién nacido que
está junto a ellos.
“He venido a preguntar”, dice el israelita, “si no se podrÃa hacer una
excepción compasiva en favor de mÃ, por esta sola vez. Este pobre
animal es el primogénito de una asna que tengo; y aunque sé
perfectamente bien qué es lo que dice la ley de Dios acerca de esto,
espero que se le perdone la vida. Soy muy pobre y no puedo
permitirme perder este animal”.
El sacerdote responde con firmeza: “Pero la ley de Dios es clara, y no
admite dudas: 'Todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y
si no lo redimieres, quebrarás su cerviz.' ¿Dónde está el cordero?”.
“Ah, señor, ¡no tengo ningún cordero!”.
“Entonces, vé, compra uno y vuelve, o de lo contrario se tendrá que
quebrar la cerviz del asno. O muere el borriquillo, o muere el cordero
en su lugar”.
“¡Ay de mÃ!”, contesta el israelita, “entonces todas mis esperanzas se
desvanecen, porque soy demasiado pobre para comprar un cordero”.
Pero en ese momento se une a ellos una tercera persona. Después de
oÃr el triste relato del pobre hombre, se dirige a él y le dice
bondadosamente: “No te desalientes. Yo puedo ayudarte en este apuro
en que estás”.
Después de ello, el mismo hombre prosigue: “Tengo en casa, en este
monte cercano, un cordero, criado en nuestro mismo hogar, que no
tiene mancha ni defecto alguno; nunca se ha descarriado y es muy
querido de todos los de casa. Voy por él”. Al poco tiempo regresa,
trayendo al cordero que es dejado junto al asno.
Después, el cordero es atado al altar, su sangre es derramada y el
fuego consume el sacrificio. El justo sacerdote se vuelve ahora al
pobre hombre, y le dice: “Llévate el asno a tu casa, pues ya no se
podrá quebrar su cerviz. El cordero ha muerto en su lugar y, en
consecuencia, el asno queda libre, gracias a tu amigo”.
¿Puede ver aquà la imagen que Dios nos da de la salvación del
pecador?
Sus demandas en cuanto a su pecado exigÃan “quebrar la cerviz”, un
juicio justo sobre usted como culpable, siendo la única alternativa
que se interpusiera la muerte de un sustituto divinamente señalado.
Usted no podrÃa hallar la provisión necesaria para resolver su caso;
pero, en la persona de su amado Hijo, Dios mismo ha provisto el
Cordero. “He aquà el Cordero de Dios”, dijo el Bautista a sus
discÃpulos, al fijar su mirada sobre el Santo y Bendito. “He aquà el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29).
SÃ, Cristo fue al Calvario “como cordero llevado al matadero”, y allÃ
“padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para
llevamos a Dios” (1 Pedro 3:18). Él “fue entregado por nuestras
transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos
4:25). Dios no disminuye sus justas y santas demandas en contra del
pecado cuando justifica al pecador impÃo que cree en Jesús (Romanos
3:26). ¡Bendito sea Dios por tal Salvador y su salvación!
¿Cree en el Hijo de Dios?
“Bueno”, contesta, “Como pecador digno de ser castigado, he hallado
en Él a uno en quien puedo confiar totalmente. Sà creo en Él”.
Entonces Él hace que el valor pleno de su sacrificio y muerte, tal
como Dios lo valora, sea tan eficaz como si lo hubiera cumplido usted
mismo.
¡Qué maravilloso camino de salvación! ¿No es digno del mismo Dios
satisfacer su propio corazón de amor, dar gloria a su amado Hijo y
asegurar la salvación del pecador? ¡Qué gracia y gloria! ¡Bendito el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que asà dispuso que su
propio Hijo amado hiciera toda la obra y recibiese por ella toda la
alabanza, y que usted y yo, pobres criaturas culpables, no sólo
alcanzásemos toda bendición por creer en Él, sino que además
llegásemos a gozar eternamente de la gloriosa compañÃa del Señor
para siempre! “Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su
nombre” (Salmo 34:3).
Pero es posible que pregunte ansiosamente: “¿Cómo es que siendo
que no confÃo ni en mà mismo ni en mis propias obras, y descanso
totalmente sobre Cristo y sobre su obra, no poseo la certeza absoluta
de mi salvación? ¿Cómo es que si bien un dÃa los sentimientos de mi
corazón me aseguran que soy salvo, casi siempre al dÃa siguiente me
veo asaltado por las dudas, como un buque combatido por el oleaje y
sin anclaje alguno?”.
¡Ah!, aquà está su equivocación. ¿Ha visto alguna vez a algún marino
tratando de asegurar la nave con arrojar el ancla dentro del mismo
barco? No, nunca, siempre la arroja en el mar.
Puede que tenga muy en claro que sólo la muerte de Cristo le da la
salvación; pero cree que son sus sentimientos los que le dan la
certeza.